miércoles, mayo 18, 2005

acle

cuando cumplí veinte años mi madre encontró un cuaderno escolar en el que había desarrollado una especie de desideratum. lo que esperaba de mi vida. las cosas que valoraba y las que nunca tendrían importancia. las cosas que amaba y las que odiaba. que intransigente era a los siete. estaba en segundo año y ya detestaba la escuela, las maestras y el sistema de enseñanza en general. a esta altura consideraba la educación formal una suerte de calvario y el matrimonio, un verdadero infierno. en la lista de mis deseos incluía una definitiva vocación para evitar la maternidad de la manera que fuera necesaria porque consideraba que, si tener un marido era una pesadilla, parir hijos sería un auténtico castigo. a los veinte, en etapa universitaria, me reí mucho leyendo el cuaderno de mis deseos. si bien había sido bastante coherente desde aquella fecha estaba claro que había perdido esa furia infantil, esa intensidad en mis ideas, esas pocas ganas de transar con el resto del universo. nunca supe quien había inspirado mis escritos, ni siquiera pude saber que situaciones me habían llevado a ser tan radical. fui una niña bastante tranquila, adaptada, amistosa y amable. tuve amigos, kioscos en la esquina para vender mis viejos cómics, buenos libros y trato respetuoso por parte de los adultos. también tuve psicólogo a los cuatro, lo que era un motivo de orgullo particular. mis padres me trataron muy bien, a pesar que alguna vez les increpé con rabia que nunca me habían pegado como lo hacían los padres de mis compañeros de clase y vecinos. hoy tengo la teoría que en aquellos tiempos aspiraba a ser una especie de san agustín o una santa clara de asis. creo que pretendía un cierto grado de santidad. me gustaban las historias de mártires, me gustaban los cuadros de cristos sufrientes del greco, santa rosa de lima y san sebastián. más de una vez fantasee con la muerte y escribí mis últimas palabras, como aquella vez que me clavé una espina en la planta del pie y deduje una muerte segura por tétanos en las horas siguientes. soñaba con convertirme en un mito. en mis construcciones nunca consideré la muerte por amor no correspondido, prefería ser víctima del destino, de la naturaleza, de la impericia científica, de la estupidez en general. de las malas artes del magisterio. mi principal causa de sufrimiento era la mediocridad. era una especie de obsesión solitaria que me enfrentaba a un mundo demasiado parecido a sí mismo, demasiado regular, demasiado rutinario. tal vez por eso mi padre empezó tempranamente a alimentar mi gusto por la ropa estrafalaria y los accesorios vistosos. me hacía regalos de colores brillantes, en general comprados en una tienda sofisticada de señoras mayores. usé reloj de plástico, rayado y con números gigantes muchísimos años antes que swatch hiciera su irrupción en el mercado. me jactaba por no estar nunca vestida a la moda. mis camisas eran confecciones caseras pintadas a mano con chistes visuales y mis buzos eran un auténtico desafío cromático. mis vaqueros tenían montones de etiquetas cosidas en la parte exterior, de marcas de cualquier otra prenda de vestir. solo las viejas se atrevían a usar aquellas combinaciones, las viejas ricas, por supuesto. esas mismas que sigo hasta el día de hoy por la calle, solamente para aprender como combinan un tapado amarillo con una pollera a cuadros fucsia, verde y naranja.

4 comentarios:

Rebecca Milans dijo...

el titulo del post es el nombre de la tienda de señoras, esa donde nadie le tenia miedo al color

Tecnorrante dijo...

Y que dijo tu padre del cuaderno que consiguió? Lo leyó?

Hector dijo...

Que triste, lo radical se vuelve moda y luego norma.
¿Somos de grandes lo que queríamos ser de pequeños?
Ahora que lo somos (si es que lo somos), nos gusta como somos?
¿No preferirías seguir siendo niña?

(por Dios! cuanta pregunta!)

Rebecca Milans dijo...

creo que mi padre se divirtió con el cuaderno, es mas, el lo tiene guardado en su cajón de reliquias como una selección de mis mejores dibujos de la niñez.

es cierto que alguna vez me dio un poco de pena haberme pasteurizado, haber perdido la rabia ( que a veces se extendia de las maestras a las vendedoras que me ignoraban en las tiendas ) pero ahora estoy absolutamente segura y confiada que soy una parte de esa niña, una parte bastante buena por cierto. no extraño el dolor de ser niña