miércoles, noviembre 16, 2011

encuentro sorpresa

metió la nariz y sintió su olor. aquel buzo de lana encima del cuerpo desnudo en plena primavera le trajo un vestigio de aquel amor impracticable. el buzo, que había vegetado con solemnidad, olvidado en el armario todo el invierno, nunca había tenido contacto con él. sin embargo, al pasar el cuello de tortuga por su nariz, su olor le volvió al cuerpo. la seña más difícil de borrar de la memoria había quedado adherida, como la hoja de un herbario. por un minuto, se sintió hermosa. fuerte. alegre. le había robado algo sin querer, una cosa que él no usaría, ni siquiera con otra. un breve fragmento, casi imperceptible, de su olor. el olor resultaba un fetiche intangible para llevar a cualquier parte. era suave, no remitía a un macho cabrío. era un olor dulce, bastante singular. tal vez el olor de un hombre que prefiere el azúcar a la grasa saturada. no tenía el olor de otros, de animal herido, de cabra macho en celo, de bebé. al tenerlo otra vez ahí pudo compararlo con otros recuerdos de nariz que también habían sido agradables. por un momento tuvo ganas de masturbarse pero descartó la idea por fútil. ya no quedaba nada, sólo el olor y la satisfacción de haberlo sustraído sin permiso. del resto, no quedaba nada. ni una ilusión, ni una fantasía. ningún objeto o marca digna de adorar, ningún cuerpo para abrazar a la hora de la siesta. cerró los ojos y durmió hasta que llegó la hora de ir al banco. cuando caminó por la calle aquel encuentro formaba parte del olvido. a las dos de la tarde la avenida estaba en plena ebullición. se cruzó con un hombre joven que intentaba vender un perfume ordinario a una señora sesentona con cara de pocos amigos. el simulacro de seducción le pareció patético. debería estar prohibido-pensó- nadie debería usar el cuerpo para convencer de una compra a otra persona. se dio cuenta que si fuera así, caería una industria completa, tal vez toda la nación colapsaría y con ella, el mundo mundial. vio los espectros de los antiguos publicistas desplazándose cual zombies por la ciudad, después de la implementación estricta de su medida de ética absoluta. sonrió ante la posibilidad. después, entró al banco. cobró una buena suma pero no podía disponer de casi nada. de todos modos, quiso sentirse rica, entró en el quiosco de baratijas y se compró seis broches para el pelo. cuatro con flores y pinzas para hacerse unos moños pequeños, dos más grandes para armar peinados con más pelo. con aquel paquete excesivo de pertenencias salió otra vez, a conquistar el mundo.

sábado, noviembre 05, 2011

más o menos lo mismo

hizo un lugar para soltar la lágrima. el día recién había comenzado y eran pocos los autos que circulaban por la calle. tuvo miedo. le inquietó un hombre que caminaba a pocos pasos por la misma vereda y el que se movía en la esquina siguiente, que resultó ser un florista armando un puesto. si, aquel tipo tenía un puesto de flores casi en la nariz. ¡que nariz! difícil de dibujar, difícil de escribir, bonita para tocar. tal vez, pensaba que tenía ojos bonitos pero quien llevaba el arte de esa cara, era la nariz, un eje de improbable simetría que separaba su bien de su mal. metido en una gigantesca caparazón de miedos, pulida durante años por unas bellísimas manos, se atrevía a contar lo que ningún congénere sensato programaría para una primera cita. como una mujer desbocada, lanzaba un rosario de inseguridades, sombras, dudas, dolores, sin tenerse un ápice de piedad. horas más tarde, se le escapaba algún comentario tierno, constructivo, como por error. por momentos era gnomo, por momentos adulto, gigante, gato maduro o piso de mármol colocado en damero. un catálogo de matices que no aburría. si le latía el corazón, no se enteró. tampoco sería su primera vez con un extraterrestre. estaba tan suave como un recién nacido en una incubadora y besaba bonito, con todo el cuerpo y la cabeza levemente inclinada. estaba ahí, esperando que pasaran algunos hechos. cosas que pudieran resultar interesantes, asuntos que tuvieran alguna cosa que ver. desde unas fotos extrañas, le sonreían unos niños desconocidos, parecidos a los negritos que cuidaban unas monjas que siempre salían en la revista “el africanito“a la que estaba suscrita su familia. no había católicos en su casa, ni bautizados, mucho menos monjas o intereses en el áfrica. el motivo de la llegada de la revista era simple, más o menos lo mismo, alguien había abierto la puerta un día y no había tenido la lucidez de decirle que no a otra persona.