domingo, octubre 25, 2009

d.c.

en la mesa de enfrente tres indios jóvenes, de estilos diferentes. el más viejo y feo habla por teléfono con entusiasmo. probablemente este haciendo negocios. el de la pancita se acaba todas las donuts que existen en el negocio y el otro, el guapo que tiene el pelo con un corte moderno y unos lentecitos fashion, lo festeja. no tienen demasiados rasgos en común pero apostaría que son familia. así como esa madre que se pasea por el hall del aeropuerto, no tiene más de 45 años y lleva a un hijo adolescente de la mano. no me queda claro si el chico es retardado o el simple hecho de ser paseado por su madre como si lo fuera le genera esa imagen extraña. una mujer latina con tres hijos espera en la puerta de salida del aeropuerto, en una mesita del bar, desde hace algunas horas. a veces habla con su hijo mayor y no puede contener las lágrimas. a veces, la ira la invade. el niño, que tiene unos once años, contiene a los demás para que no la estorben. los tres tienen alturas y edades parecidas pero el niño de los lentes es el que trabaja como soporte en ese equipo. la mujer es bella, joven y tiene los ojos rojos. su niña es igualita, con una cascada de rizos que le caen encima de la cara. la madre repite algunas cosas del hombre que la engaño. se enjuaga los ojos una y otra vez mientras fija la mirada en el horizonte, por donde aparecen los que desembarcan de los aviones, un policía en bicicleta vestido de amarillo, viejitas con sus carrie-on. la empleada del puesto de donuts se marcha a casa. queda otro chico en su lugar, otro chico de rasgos malayos. en los aeropuertos domésticos la gente tiene un aspecto más relajado. yo misma estoy en pijamas a pesar que atravesare el continente de aquí a un rato. aquí las mujeres policías son, generalmente, negras. usan los peinados más audaces de la administración publica. broches, pañuelos, trencitas, laciados, permanentes y combinaciones de todo lo demás. las unicas mujeres que parecen seguras, en esta sociedad, son las que portan armas.

viernes, octubre 16, 2009

dejame morirme de lo que me gusta

flotamos en el aburrimiento de la sala de embarque. algunos miran una carrera mediocre de autos de turismo por la televisión. otros chatean con algun amigo o pariente. un novio llama a la novia por teléfono. una mujer lee un capítulo más de una de esas sagas románticas que se venden en los supermercados. exploro un granito que me salió bajo el mentón. un intruso duro y rebelde, poco dispuesto a ser desalojado. en una silla de ruedas viene una señora muy arreglada, abrazada de dos cartones de cigarrillos malboro ligths. ella tiene algunos problemas para desplazarse, “ cierta edad”, anteojos y un motivo para seguir viviendo : sus cigarrillos sin impuestos. con una gran tranquilidad dispone las acciones de sus acompañantes. estos se van a re-chequear los tickets aereos, a buscarle unas mentas al quiosco, a cambiar un poco de dinero para tener cambio, etc. el capitán es un tipo bastante elegante. espera, en un costado, que se habilite el ingreso al avión. la señora de la silla gira para poder tener bajo su control las acciones de su sequito. es una reina, una suerte de queen elizabeth pero a los setenta y seis años. aparece su nuera que es tan vieja o está tan desgastada como la suegra. por la sala circula un nerd con aire de estar perdido, algo que por supuesto no es cierto. nuestra heroína sigue a cargo de todos en la sala, sin soltar su tesoro de tabaco y sustancias anexas y desconocidas. en estas epocas del mensaje saludable, su postura es realmente subversiva. ahora se levanta de la silla y camina hasta el baño, con su hijo del brazo. tiene el empaque de una dama de la nobleza. la emperatriz de la nicotina dispone del tiempo, del espacio y elige, en justo derecho, su forma favorita de morir.

martes, octubre 06, 2009

a espaldas del hombre infiel

esperaba recibir señales de su existencia. señales parecidas a los senderos de hojas de tilo que dejan los duendes en el bosque, para que otros encuentren el camino al almendro más poblado. a veces la espera se convertía en una sucesión enorme de tiempos vacíos que utilizaba para vivir y dedicarse a cosas triviales. algunas veces se encontraba con algunos sujetos sencillos de esos que usan camisa azul claro o con algún viejo beatnik para rememorar antiguos revolcones. seguía al pie de la letra los dictados de aquel absurdo manual de instrucciones para hombres infieles que había encontrado alguna vez en un librero de piriápolis, una fórmula para evitar los grandes sufrimientos en el amor. una fórmula que obligaba a no llorar frente a los ojos del infiel. más que un manual, era un tratado de sadomasoquismo disfrazado de dignidad femenina. a ella, le había gustado ser indigna más de una vez. había estado compartiendo algunas cosas con el hombre pollo, meses después de dejar de ver al hombre ratón. el vampiro había resultado un ser delicado que aullaba a veces como un coyote en la soledad del desierto. aquella escena era conmovedora en el cine pero un poco apesadumbrante en la vida real. aquella noche tuvo un viaje a 1984, también un bar, también un hombre de pelo negro. no era lo mismo, el frío calaba los huesos, la ciudad no se presentaba muy segura, pero había algo en común. un ataque de desesperación. igual que aquella noche que fundó una amistad poderosa, sacó a la calle al hombre herido y caminaron por un buen rato con alguna excusa . cuando le pidió una mano, para abrigarlo con su guante, se dio cuenta que no lo conocía. nunca habia mirado esas manos. no se acordaba de haberle visto los pies. la sorprendió el largo de sus dedos, pensó, con inocencia, que habían crecido en los últimos minutos de la charla, como pasa con el pasto después de la lluvia. el nuevo desconocido volvió a gustarle. aun cuando estaba aterido y aplastado por las circunstancias adversas, se esforzaba por ser galante. evitó meterlo a su cama y arroparlo y darle lugar a la fantasía típica de la niña que sube un gato a un sillón y el gato se sienta y segundos después, salta hacia otro lugar