miércoles, mayo 25, 2005

invierno en la torre

dos de la tarde. espero en una salita en la base de la torre. antes de subir a mi reunión del piso 26 me relajo unos instantes en un sillón negro seguramente diseñado en los años veinte por mies van der rohe o alguno con su talento. tengo la lógica resaca de sueño después de dos noches sin dormir. los sistemas de seguridad de la torre me parecen insignificantes, inútiles y hasta graciosos. pero no es mi asunto, no pondré una empresa para hacerles la competencia. al final de una charla, con uno de los guardias que está en el ingreso, dejo mi documento y me quedo semi dormida en el sofá. el sonido cansino y constante de la puerta giratoria seguramente afecte a los que están ahí trabajando todo el día y les despierte, de aquí a poco alguna clase de brote sicótico incontenible. controlan a la gente que entra pero no piensan que sus propios guardias pueden enloquecer y quemar todo por culpa de los daños causados en el cerebelo. en mi dormitar, veo los grupos de rescate rodeando la torre, tomada por los sicóticos y los canales de tv en helicóptero acosando el lugar. todo lo que aparentemente es perfecto, tecnológico y futurista puede fallar por una puerta mal instalada por un constructor corrupto. entonces, toda la torre es una mentira porque si la puerta falla ya empezamos mal. al final, alguien me despierta, me da una acreditación plastificada y voy por una hilera de sensores rumbo a los ascensores. viva el high tech. en el piso 18 sube una horda de empleados que vienen con las migas del sándwich del mediodía en el rostro, dando mínimos eructos por la coca-cola y con las solapas manchadas de la salsa caruso después de una incursión al comedor. todo se humaniza y pierde su dimensión de escenografía. pienso de nuevo en los guardias que pronto se van a sublevar y causar la mayor crisis de rehenes de la historia nacional. imagino que, de todos modos, bajo esta supuestamente válida capa de sofisticación están los bizcochos de las cuatro de la tarde, el té confeccionado en un modesto zum y algún que otro gesto de barbarie burocrática. porque los empleados públicos no pueden, de un día para otro, convertirse en personas.