sábado, noviembre 08, 2008

merced 116

raúl tiene la misma mirada de la ranita que acampó en mi baño. unos ojos sin color que casi no tienen iris y parecen artificiales. me recibió en su casa en la zona antigua de la ciudad, cerca de la estación de trenes. cuando llegué, en el living estaban la vidente y una mujer que baldeaba el piso de monolítico beige. con ambas mantuve una breve charla. la vidente me confesó que me había visto unos días atrás, en una suerte de deja vu de barrio. la otra recitó un panegírico sobre la bondad de los uruguayos en comparación con sus vecinos, los argentinos. cuando llegó el maestro, se sentó a mi lado y escuchó. toda su piel irradiaba un olor a tabaco negro y viejo, recalcitrante. usaba unas chancletas de plástico, como de esas para ir a la piscina; un short de algodón y una camisilla blanca dada vuelta. escuchó el objetivo de mi visita y asintió. desapareció en el fondo y volvió sin el aliento a tabaco con un largo collar violeta de amatistas toscas. me invitó a pasar a un estar que, al igual que el living,  estaba presidido por un enorme cuadro de sai baba. me hizo sacar las joyas y los zapatos y me sentó en un taburete de niño de plástico frente a un altar lleno de divinidades diversas, como para quedar bien con todo el mundo. había velas para todos, inclusive un tabaco para el eleguá. tomó una sillita diminuta de madera y suela y se sentó frente a mí. ensayó todo tipo de discursos. el de la auto-sanación contenía su propio testimonio de curación de un cáncer de hígado a los treinta años. así nomas, de paso, anunció que yo tenía un trabajo de magia negra realizado por una mujer, quizás por un asunto “de pantalones “. mencionó su devoción por el maharaji y su próxima visita a la isla, el año entrante. después prometió un néctar hecho de manos de sai baba que yo debería tomar. cuando comenzó a citar nombres de autores de best sellers holísticos le pedí que no me hablara más. me sentía abrumada y su charla me estaba desesperando. le aclaré que no me interesaba nada de lo que me estaba diciendo y que yo no creía en nada. estaba ahí solamente porque quería una curación, no una explicación. no se le movió ni un pelo. me hizo cerrar los ojos, me sopló con fuerza, puso sus manos en mi cabeza y sacó mi angustia con fuertes chasquidos de dedos. me acostó en el piso y me colocó una hilera de piedras y una pirámide blanca de alambre en el tórax. prendió un cd y me dejó conectada con auriculares a uno de esos repulsivos instructivos de meditación grabados con efectos de cascada y sonidos de campanitas y música al estilo carros de fuego. al poco rato empecé a sentir alivio, y cuando volvió a despertarme se lo dije. cuando nos despedimos ya empezaba a sentirme feliz y él, en tono bajo me confesó :  yo tampoco creo en nada.