jueves, agosto 14, 2008

lejos de transilvania

hablamos por teléfono del príncipe de lampedusa, de su extraña dieta de pastas y masas y sus horas y horas acostado leyendo y releyendo literatura universal en los restos de su castillo siciliano. hay datos de su vida, que se me habían olvidado y empiezan a saltar alegremente desde la memoria a la punta de la lengua. reconstruimos escenas de sus tiempos de infancia y los viajes polvorientos en carruaje y la llegada a la casa de piedra donde le daban limonada fresca. saboreo esta conversación y me vuelven las sensaciones dulces de la noche anterior, que me quedan pegadas en la piel. especialmente unos ojos que parecen estar siempre, a punto de llorar de tan oscuros. solo hay que dejar que el cable del teléfono cuelgue relajado como mi cabeza sobre la almohada. me faltan unos doscientos cuarenta minutos de sueño y mantengo esta extraña vigilia en la que reconstruyo cada gesto de ternura, como si fuera el rosario de un nuevo culto que quiero repetir hasta agotarme, solo por su valor litúrgico. salidos de cada una de nuestras criptas, sobrevolamos los tejados de pizarra negra de la ciudad vestidos con nuestras largas ojeras triangulares. aleteamos alejados de los crucifijos de las iglesias, de los pararrayos de los edificios altos y de los espejos, mientras nos vamos enredando sin querer, desde el aliento hasta el cuerpo. cierro los ojos y descanso con el palpitar suave de un corazón desconcertado, dibujando pintas y líneas curvas en el horizonte en color sanguina. dos extraños, dos vampiros, dos almas en pena que se buscan, se encuentran, se pierden en el tiempo. todo el aire de la noche queda impregnado de una espesa capa de ambrosia, de un inmenso vaho de mil hilos de caramelo que permanece aun cuando sale el sol y nos encontramos, otra vez, encerrados en nuestros sarcófagos.