domingo, febrero 20, 2005

para cuando me muera

acostada en aquella camita, a oscuras, percibía la sombra de cientos de peluches, ositos, muñequitos a cuerda. nunca había tenido un dormitorio así. de niña, su cuarto estaba decorado por la copia de un sobrio dibujo de rembrandt . sus juguetes estaban guardados en el arcón de la cocina. en el correr del tiempo el arcón había sido sistemáticamente profanado por una prima irritante y un poco más chica que se llevaba siempre algún juguete en un gesto abusivo e impune al día de hoy. esa niña era considerada una desgraciada en el seno de la familia. había llegado a caminar en cuatro patas por la orilla del mar durante varias cuadras siguiendo a su padre para que este le regalara el perro que le había prometido hacía tres años. un sádico el tipo. el detalle era que la prima desquiciada ya tenía doce años, la apariencia de quince y rellenaba un bikini. pero más allá de la prima, nuestra heroína nunca había sido muy adepta a los muñecos, su universo lúdico se centraba en los negocios, sobre en una empresa de pompas fúnebres cuyos servicios serían capaces de palidecer a los de los propios abbate. si bien nunca la habían dejado ir a un velorio, ella tenía una larga carrera de duelos vistos en el cine y era capaz de crear rituales especiales inéditos ya que a sus funerales asistían solo las hormigas. y como ellas hablan en otro idioma nosotros no sabemos muy bien que dicen. había determinado que el patio trasero, donde el padre había plantado un jazmín del país, una glicina y unos penachos de lavanda, era el lugar perfecto para el camposanto. algunas tardes, después de dar un servicio, se quedaba pensando, a la sombra, en otros posibles duelos que vendrían. la muerte de su gato, la posible muerte de su abuela, de sus padres, de su hermana. entonces se adelantaba y lloraba sola por algunos minutos, preparándose para esas despedidas inevitables, donde siempre había alguna lágrima dedicada a su propia desaparición física. había visto que los entierros de las celebridades incluían el traslado del féretro en cureña y así se veía, con seis percherones blancos tirando de este carro, hecho para trasladar cañones en tiempos de guerra, ahora cargando sus restos. en la misma posición que estaba ahora, intentando dormir en un espacio reducido, rodeada por la mirada admirativa de cientos de peluches desconocidos.