desconfío más de los arquitectos, que de las mujeres escritoras. y eso es mucho. un ejército de extraños acampa en mi casa. lo más grave es que lo comanda un arquitecto. él se ve amable y por supuesto, tiene una fijación obsesiva por detalles en los que nunca repararé. parte de su tropa la compone un oficial sanitario y dos obreros, además, hay un asistente que hace las compras y transporta a la cuadrilla con sus herramientas letales. después vendrán un revestidor, un electricista y quizás un lustrador de pisos. no estoy segura si esta nube de polvo y escombro es mi casa pero hay varios indicios de que se trata de mi domicilio. después que destrocen mi piso y perforen salvajemente una de las paredes más lindas de la casa – donde cuelga un cuadro sensacional de un pintor coloniense de siete años – se supone que van a sustituir los caños viejos por unos maravillosos que traerán agua clara y pura a raudales. cinco semanas después, mi cocina será otra y el baño será una versión moderna de una terma romana con un piso en damero absolutamente gigante coronado por un juego de grifos comprados en un arrebato de lujuria. será como bañarse todos los días en la fontana de trevi pero sin el molesto fellini con su cámara. a veces, el entusiasmo me juega bromas pesadas porque, si bien es necesario hacer estas reformas en mi casa, convivir con la banda invasora puede ser una experiencia traumática. hago una suerte de duelo por el antiguo baño, nada será igual. las cosas cambiarán tanto que no habrá ninguna posibilidad de recuerdo. la pátina que pintó aquel novio en la cocina y que lustró a pulso con su inigualable talento pronto será historia. cuarenta litros de pintura y treinta metros de caño van a marcar una nueva etapa de mi vida, cubriendo y sustituyendo casi todo lo anterior. detalles que nunca me gustaron ahora son motivo de ataques de nostalgia. me siento como una liebre desalojada de por una jauría de pequineses enanos. miro a mi pequeño brunelleschi de bolsillo disponiendo del espacio como si fuera su coto privado y me vienen ganas de diluirle la melena en aguarrás.
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